
Hay escenas que pasan desapercibidas hasta que alguien se detiene a mirar. Eso ocurre con el suelo. Lo pisamos todos los días, construimos sobre él, lo sembramos, lo explotamos. Pero rara vez lo pensamos como lo que realmente es: un organismo vivo. Un sistema silencioso que sostiene casi todo lo que conocemos.
Mientras lees estas líneas, en alguna parte del planeta —tal vez muy lejos o tal vez no tanto— un pedazo de tierra está muriendo. Puede ser un humedal, un pastizal, una porción de bosque o una chacra que ya no da frutos. No se trata de una suposición alarmista: según las Naciones Unidas, cada segundo desaparece la vitalidad de una superficie comparable a cuatro canchas de fútbol. Y con ella se va algo más profundo: la posibilidad de que ese suelo siga sosteniendo vida.
Pensar lo que no se ve
Desde Greenpeace invitan a hacer un ejercicio sencillo: imaginar qué pasaría si un día el suelo dejara de cumplir su función. No que desaparezca, sino que pierda su capacidad de sostener raíces, filtrar el agua o almacenar carbono. ¿Qué comeríamos? ¿Qué árboles crecerían? ¿Dónde se purificaría el agua de lluvia?
La respuesta es clara: casi nada de lo que hoy consideramos normal podría seguir existiendo. De hecho, el 95 % de los alimentos que consumimos tienen su origen en la tierra. Es ese sustrato invisible el que provee los nutrientes, el que retiene la humedad y el que alimenta a millones de microorganismos esenciales. Cuando se rompe ese equilibrio, se sienten las consecuencias: el suelo se empobrece, el agua se contamina, la biodiversidad se pierde y las comunidades se debilitan.
Hoy, más del 40 % de la superficie terrestre ya muestra signos de degradación. Es una cifra que duele, pero también una oportunidad para actuar.
Una fecha para abrir los ojos
El 17 de junio no es una efeméride cualquiera. Es el día que el mundo reserva para hablar de desertificación y sequía. Este año, con Colombia como país anfitrión, la consigna es clara: “Restaurar la tierra. Liberar las oportunidades”. No se trata solo de plantar árboles, sino de transformar el modo en que nos vinculamos con el suelo.
Recuperar la tierra también significa crear empleos verdes, garantizar el acceso al agua, mejorar la seguridad alimentaria y hacer frente al cambio climático con soluciones reales. La tierra puede sanar, pero necesita tiempo, compromiso y políticas públicas que dejen de ver el ambiente como un costo y empiecen a entenderlo como una inversión en justicia y futuro.
No hay una receta única, pero sí muchas herramientas. La ONU propone desde prácticas agrícolas sostenibles hasta la recuperación de humedales y bosques. Cuidar el suelo también es regular el agua, frenar el uso de agroquímicos y proteger los ecosistemas locales.
Un suelo restaurado es mucho más que campo fértil. Es un escudo frente a eventos extremos. Es resiliencia. Y es también una apuesta por las culturas que viven de la tierra, por la soberanía alimentaria, por comunidades que quieren quedarse y crecer sin tener que migrar por necesidad.
Sequía y degradación: dos caras del mismo drama
Como recuerda el investigador Juan Rivera, del CONICET, la desertificación, la sequía y la degradación del suelo son fenómenos que se dan la mano. No ocurren por separado. Desde el año 2000, los períodos de sequía aumentaron un 29 %.
Por eso, cuando pedimos políticas públicas que protejan la tierra, también estamos defendiendo el agua. Ambas están unidas. Y protegerlas es, en definitiva, protegernos.