
Por las riberas y en el corazón de las cuencas, los delfines de río siguen siendo un termómetro vivo de lo que ocurre bajo la superficie. Si ellos faltan, algo grave pasa con el agua que usamos, el alimento que pescamos y la vida de comunidades enteras. Colombia llevó esta idea a la escena internacional durante la COP15 de Ramsar en Victoria Falls y propuso que estos cetáceos sean reconocidos como pieza clave para la protección de los humedales. Es una iniciativa ambiciosa: pretende transformar una preocupación local en una obligación internacional, con medidas que conecten conservación, economía y modos de vida tradicionales.
Por qué la propuesta tiene peso internacional
La Convención de Ramsar es el marco global dedicado a los humedales, y Colombia planteó en Zimbabue que los delfines de río deben ingresar en la agenda como indicadores y beneficiarios directos de protección. El argumento oficial fue claro: cuidar a esos animales equivale a cuidar fuentes de agua, pesca y transporte para millones de personas. La ministra de Ambiente colombiana expuso que la medida no busca una atención simbólica, sino herramientas concretas para proteger hábitats y sostener comunidades ribereñas. Detrás de esa postura hay una lógica: si un tratado que ya protege lugares reconoce también a los animales clave, los Estados tendrían que coordinar acciones transfronterizas y responder con políticas obligatorias, no solo voluntarias.
Qué contiene la propuesta y su alcance geográfico
La iniciativa, impulsada a partir de una declaración firmada en 2023 por diez países, apunta a proteger ocho especies de delfines de agua dulce y los ecosistemas asociados que las sostienen. En números, la idea abarca más de 27 millones de hectáreas de humedales, incluidos decenas de sitios ya reconocidos por Ramsar en la Amazonia y en regiones de Asia. El objetivo no es sólo prohibir prácticas puntuales, sino articular cooperación para manejo pesquero responsable, restauración de riberas y vigilancia ambiental conjunta. Si el texto se incorpora a Ramsar, las medidas podrían traducirse en planes de manejo compartidos y financiamiento enfocado en zonas prioritarias.

Prácticas y amenazas que explican el declive de los delfines de río
La caza dirigida y la pesca insostenible son las amenazas más visibles: en varias cuencas la grasa y la carne de delfín se usan como cebo para atrapar peces comerciales, lo que ha provocado muertes y caídas poblacionales. A eso se añaden la pérdida de bosque ribereño, la contaminación y la fragmentación del cauce por represas y otras obras. Los expertos recuerdan que la presión humana no es homogénea: mientras en algunas áreas la reducción de la captura es evidente tras programas locales, en otras persisten redes ilegales y mercados que sostienen la demanda. Además, los efectos del cambio climático —sequías más largas o crecidas impredecibles— complican aún más la recuperación de los poblaciones.
Las comunidades locales como protagonistas de la conservación
La propuesta colombiana subraya que proteger a los delfines no será efectivo sin involucrar a las poblaciones que viven en las riberas. Allí, millones de personas dependen de la pesca, del transporte fluvial y de los servicios ecosistémicos que brindan los humedales. Organizaciones sociales y académicas han señalado que acuerdos comunitarios de pesca, turismo responsable y restauración de bosques pueden ser herramientas poderosas. Fundación Omacha y otros actores han destacado que iniciativas de base —cuando cuentan con apoyo técnico y recursos— muestran reducciones en la mortalidad de cetáceos. También organizaciones ambientales, y entre ellas Greenpeace Colombia, han reclamado marcos normativos más fuertes y financiamiento para que las comunidades lideren la gestión.

De la diplomacia al terreno
Llevar la resolución de Ramsar a resultados concretos exige varios pasos: primero, que la voluntad política se traduzca en presupuestos, controles y sanciones para prácticas ilegales. Segundo, que existan instrumentos técnicos para monitorear poblaciones y evaluar impactos; la fotoidentificación, el seguimiento por comunidades y los datos científicos son insumos esenciales. Tercero, que las soluciones combinen medidas de conservación con alternativas económicas para la gente del lugar: sin opciones viables para quienes viven del río, la presión sobre la fauna seguirá. Por último, la cooperación internacional debe incluir transferencia de recursos y tecnologías, no solo declaraciones retóricas.
¿Es suficiente para cambiar el rumbo?
La propuesta de Colombia coloca sobre la mesa una oportunidad de normalizar la protección de especies que reflejan la salud de los humedales y obligar a los Estados a actuar más allá de promesas sueltas. La iniciativa ha sido celebrada por las organizaciones ambientalistas del mundo, entre ellas Greenpeace Colombia. Sin embargo, su impacto real dependerá de detalles técnicos —cómo se definen las áreas prioritarias, qué sanciones se aplican, cómo se financian los planes— y de la capacidad de integrar voces locales. La historia regional muestra avances parciales: planes de manejo presentados ante foros internacionales tuvieron buenos resultados en algunos lugares, pero la expansión de la agricultura, la minería y la pesca comercial siguen empujando fronteras.
Terminar con una pregunta: si la comunidad internacional acepta que los delfines son un indicador de ríos saludables, ¿estamos dispuestos a modificar modelos de producción y a apoyar a quienes protegen el agua? La respuesta marcará si estos animales seguirán siendo un símbolo vivo de cuencas ricas, o si pasarán a formar parte de una memoria de lo que alguna vez fue un río pleno.