
Desde hace tiempo, los productores rurales de distintas regiones del país vienen alertando sobre un fenómeno que se volvió parte de su rutina diaria: la presencia cada vez más cercana de animales silvestres en zonas de producción. Ya no se trata de excepciones. En Santa Cruz, varios establecimientos ovinos reportan ataques de pumas casi todas las semanas. En La Pampa y el oeste de Córdoba, los jabalíes se volvieron un actor central del problema: arrasan lotes, cruzan rutas, se reproducen con facilidad. También hay reportes crecientes de guanacos desplazando al ganado en zonas de pastizal.
Estos hechos no ocurren por casualidad. Se combinan varios factores: la disminución de la caza furtiva, el corrimiento del límite agrícola, la fragmentación del monte nativo, la falta de depredadores en algunos ecosistemas, y sobre todo, la ausencia de políticas públicas coordinadas.
El caso del jabalí europeo (Sus scrofa) es uno de los más estudiados. Introducido en el siglo pasado, su población se disparó a partir de los años 90. Según un informe del INTA de 2023, su expansión en la región pampeana alcanza ya más de cinco millones de hectáreas, y causa pérdidas económicas anuales estimadas en más de 1.000 millones de pesos solo en cultivos como maíz y soja. La especie no tiene control natural, y las normativas provinciales dificultan su caza sistemática. En Santa Fe, por ejemplo, está permitida con armas registradas, pero sin una estrategia clara de reducción poblacional.
El puma (Puma concolor), por su parte, es una especie nativa y protegida. Pero su recuperación demográfica en algunas zonas chocó con la falta de protocolos para su manejo. Productores del sur de Mendoza, Neuquén y Chubut han documentado ataques recurrentes. La mayoría opta por no hacer denuncias, porque temen sanciones si llegan a responder con disparos o trampas. “Perdés cinco ovejas en una noche y no podés hacer nada, ni siquiera espantarlo. Tenés que esperar que se vaya”, comenta un productor de Gobernador Costa.
El guanaco (Lama guanicoe) plantea una paradoja: es autóctono, pero se multiplica sin regulación en zonas donde compite con animales domésticos por el mismo recurso: el forraje. En Santa Cruz y Río Negro, las entidades ganaderas denuncian que hay zonas donde hay más guanacos que ovejas, y que el consumo de pasto por parte de esta especie no tiene compensación económica. Proponen censos y control reproductivo, pero la legislación vigente sólo habilita intervenciones en casos muy extremos.
Los ambientalistas sostienen que la fauna no es el problema, sino la falta de ordenamiento del uso del suelo. Tienen un punto: muchas de estas situaciones se dan en zonas donde se han desmontado masas forestales, o se ha reducido el hábitat natural. Pero incluso entre los defensores de la conservación hay consenso en algo: no se puede proteger sin gestionar.
En algunas provincias, los intentos por generar herramientas de gestión están frenados. En Córdoba, un proyecto de ley para actualizar la normativa sobre fauna quedó archivado en comisión. En Chaco, la creación de un registro de daños por animales silvestres nunca se implementó. Y a nivel nacional, no existe un programa integral de monitoreo de fauna conflictiva.
Los efectos de esta convivencia forzada no son solo económicos. También hay un impacto ambiental —por ejemplo, en el suelo erosionado por el paso constante de jabalíes— y social, en la forma en que se perciben estos conflictos. Algunos pueblos rurales dividen sus opiniones: están quienes piden control, quienes defienden a los animales y quienes ya se resignaron a no recibir respuestas del Estado.
Desde el INTA y el CONICET se han publicado en los últimos años varios informes que reclaman un enfoque multisectorial. Proponen diseñar corredores de fauna, zonas de amortiguación, incentivar la cría de perros protectores como el maremmano, y sobre todo, revisar los marcos jurídicos que impiden actuar aun en casos evidentes de daño productivo.