
Otra vez, se cruzan. Donald Trump avanzó con una jugada política que desató un vendaval en California. Esta vez, al borrar de un plumazo regulaciones clave sobre emisiones de vehículos, pisó directamente una de las políticas más simbólicas del estado en su lucha contra el cambio climático. Y como era de esperarse, no se lo dejaron pasar.
El fiscal general Rob Bonta, con gesto firme y acompañado por una decena de estados aliados, se presentó en un tribunal federal para ponerle freno a lo que considera una amenaza directa contra la autonomía ambiental de California. La demanda busca anular las resoluciones firmadas por el expresidente, que buscan desactivar las exenciones que el estado recibió para aplicar normativas propias, más duras que las del gobierno nacional.
¿La clave? Trump y el Congreso republicano están usando una herramienta legal pensada para revisar reglas federales —la llamada CRA— para invalidar algo que, según expertos y organismos independientes, ni siquiera debería entrar en esa categoría. Las exenciones ambientales, dicen, no son “reglas” en el sentido técnico de la ley. Por lo tanto, no pueden anularse como si lo fueran.
California viene construyendo su camino en materia ambiental desde hace más de medio siglo. La geografía, el tráfico, el smog y la historia le dieron motivos para moverse antes que nadie. En 1967, el Congreso reconoció eso y habilitó al estado a imponer límites más exigentes. Desde entonces, más de cien veces la EPA respaldó esa diferencia.
Pero ahora, esa tradición está bajo ataque. Y no se trata solo de política ambiental: hay una lectura de castigo político detrás de este intento de desmantelar el modelo californiano. Al menos así lo entienden los que impulsan la demanda.
Mientras tanto, el conflicto se coló también en lo institucional. Alex Padilla, senador por California, fue sacado por la fuerza de una conferencia de prensa organizada por autoridades federales. No es un detalle menor: el senador había advertido que bloquearía todos los nombramientos pendientes en la EPA si no se restablecían los permisos del estado para seguir regulando el aire que respiran sus ciudadanos.
Desde el gobierno federal, no se guardaron las formas. Una vocera salió a decir, sin filtros, que todo esto era “un berrinche de California”, y que esperaban que la justicia desestime el caso sin rodeos. Una frase que no hizo más que echar leña al fuego.
Más allá del ruido jurídico, lo que está en juego es algo más grande: si un estado como California puede seguir liderando políticas ambientales, o si quedará atado a los vaivenes del poder federal. La pelea recién empieza, y todo indica que no será silenciosa.