
Tiramos un celular porque la batería ya no resiste. Cambiamos la laptop porque se puso lenta. El microondas deja de calentar y compramos otro. ¿Alguna vez pensamos adónde van todos esos aparatos? Bueno, se están acumulando más rápido de lo que imaginamos. El Global E-Waste Monitor publicó datos que asustan: vamos camino a las 82 millones de toneladas de desechos electrónicos para 2030. Hace solo dos años, en 2022, llegábamos a 62 millones. Subimos 82 por ciento en menos de una década. ¿Qué está pasando? Compramos más, usamos menos tiempo cada cosa, reemplazamos antes de que realmente haga falta. Los aparatos se vuelven «viejos» aunque funcionen. Terminan en basurales sin vigilancia, liberando veneno que no se va, que persiste y contamina durante años.
Veneno invisible en cada aparato
Abre mentalmente un teléfono descartado. Adentro hay plomo. Mercurio. Arsénico. Plásticos que jamás se descomponen. Químicos que mejor ni nombrar. Cuando llueve sobre esos basurales, el agua arrastra todo eso hacia abajo. Llega a las napas, viaja por el suelo, alcanza los ríos. Los campos donde crecen verduras se contaminan. El agua que bebemos también. Y si alguien decide quemar esos aparatos para sacar algo de valor, el aire se llena de partículas que viajan kilómetros. La gente que vive cerca respira eso todos los días. Aparecen problemas respiratorios, alergias que no existían, intoxicaciones silenciosas. Los ecosistemas se vienen abajo. Bosques, humedales, lagos. Todo sufre las consecuencias de lo que tiramos sin pensar.
Países con mayor cantidad de basura tecnológica
Europa lidera este ranking poco envidiable. Noruega, Reino Unido, Suiza: más de 23 kilos de basura electrónica por persona cada año. Francia, Dinamarca y los Países Bajos andan cerca. Después aparecen Australia, Estados Unidos, Japón, Taiwán. ¿Qué tienen en común? Son lugares donde comprar tecnología es fácil y barato. Donde cada temporada trae un modelo nuevo que «necesitamos» tener. El celular del año pasado quedó viejo. La tele funciona pero salió una mejor. La aspiradora todavía aspira pero hay una con más funciones. Vivimos en una rueda de consumo que gira cada vez más rápido. Y cada vuelta deja atrás montañas de aparatos que podrían seguir siendo útiles.
Oro en la basura
Acá viene lo irónico. Esos mismos aparatos que tiramos guardan un tesoro. Cobre, aluminio, silicio. Materiales que son caros de conseguir, difíciles de extraer de la tierra. Europa desecha cada año cerca de un millón de toneladas de estas materias primas valiosas. Los llaman «minas urbanas». Están ahí, esperando. Pero solo recuperamos el 22 por ciento. El resto se quema o se entierra. Desperdiciamos recursos que después tenemos que ir a buscar haciendo nuevos agujeros en el planeta. Bulgaria y Polonia lo hacen mejor: reciclan más del 80 por ciento de sus desechos electrónicos. Se puede. Recuperar esos materiales aliviaría la presión sobre la minería tradicional. Menos contaminación, menos destrucción de ecosistemas, cadenas de producción más cercanas. La economía circular, que organizaciones como Greenpeace alientan, propone justamente eso. Que nada se pierda, que todo vuelva al ciclo productivo.
El costado más cruel
¿Sabes dónde termina buena parte de nuestra basura tecnológica? En países pobres. Llegan contenedores llenos de chatarra electrónica desde Europa, Estados Unidos, Japón. Comunidades enteras viven desarmando esos aparatos a mano. Queman cables para sacar el cobre. Separan componentes sin guantes, sin máscaras, sin nada. Respiran humo tóxico. Tocan sustancias que destrozan el organismo. Los chicos juegan cerca de esos basurales y crecen respirando veneno. El agua del lugar queda contaminada. La tierra ya no sirve para cultivar. Los animales desaparecen o enferman. Mientras nosotros dormimos tranquilos después de tirar nuestro celular viejo, hay gente que paga el precio de ese descarte con su salud. Es injusto y brutal. Los que menos tecnología consumen son los que cargan con sus peores consecuencias.

Cambiar o hundirnos
¿Hay salida? Sí, pero no es cómoda. Los gobiernos tienen que dejar de mirar para otro lado y crear leyes duras. Obligar a reciclar, multar a quien tire sin control. Las empresas tecnológicas deben fabricar aparatos que duren. Que se puedan abrir, reparar, actualizar. Que al final de su vida se desarmen fácilmente para recuperar cada pieza. Y nosotros, los que compramos, tenemos que frenar. Preguntarnos si realmente necesitamos cambiar el celular cada año. Llevar a reparar en vez de tirar. Buscar los puntos de reciclaje cuando algo ya no sirve. Convertir los desechos en recursos no es un sueño imposible, es supervivencia. El progreso real no es consumir más cada temporada. Es construir un sistema donde nada se desperdicie, donde todo tenga un segundo uso. La tecnología que viene tiene que ser circular o simplemente no va a funcionar. Porque seguir tirando sin límites en un mundo finito es apostar contra nosotros mismos. Y esa apuesta no termina bien.