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Persona sentada frente a un glaciar en retroceso, rodeada de nieve y montañas heladas.

A veces, las leyes no nacen en despachos ni escritorios, sino en la calle. La ley que protege a los glaciares fue una de ellas. Se conquistó con marchas, acampes, escraches y una presión ciudadana que obligó al Congreso argentino, hace casi quince años, a escuchar un reclamo que no admitía más espera: frenar la destrucción de nuestras fuentes de agua dulce.

La importancia de esta ley

Los glaciares no son solo un paisaje que aparece en las postales del sur argentino. Son mucho más que eso. Son reservas naturales de agua dulce. Son la fuente de los ríos que abastecen a millones de personas. Son reguladores climáticos. Y, sobre todo, son frágiles: si se destruyen, no hay forma de volver atrás.

En 2018, el Estado argentino completó su Inventario Nacional de Glaciares: se identificaron casi 17.000 cuerpos de hielo, distribuidos en doce provincias. No sólo están los glaciares tradicionales, sino también aquellos que están bajo capas de escombros o en suelos congelados —el llamado ambiente periglacial—. Todos cumplen un rol vital en el ciclo del agua. Y todos están en peligro si esta ley se modifica.

Un paso atrás en plena crisis climática

El mundo entero está viendo cómo retroceden estos gigantes de hielo. Argentina, que fue pionera en protegerlos, hoy podría retroceder.

Permitir que la minería avance sobre glaciares es jugar con fuego. Significa más riesgo de derrames tóxicos, más sequías, menos agua para producir alimentos, menos capacidad de adaptarnos al cambio climático. ¿Vale la pena poner en juego todo eso?

No se trata solo de una ley

La Ley de Glaciares no fue un favor: fue una conquista. Costó años de organización, campañas de Greenpeace, apoyo de científicos, el respaldo de miles de personas. Sirvió para frenar al menos 44 proyectos mineros que amenazaban zonas sensibles. Y todavía quedan causas abiertas, como las que involucran a la minera Barrick Gold y su historial de contaminación.

Modificarla ahora, sin debate y por decreto, sería una traición a todo ese esfuerzo colectivo. Y, sobre todo, sería una amenaza real para millones de personas que dependen del agua que nace en esas montañas.

Greenpeace lo dice con claridad: proteger los glaciares es proteger la vida. No podemos permitir que se flexibilice la ley para que unos pocos hagan negocios mientras el resto pierde acceso al agua. Porque el agua no se negocia. Y porque un país que destruye sus glaciares, se destruye a sí mismo.